A Sigourney Weaver solo le ha bastado un personaje para perpetuar la imagen de mujer férrea, contundente y extrema fortaleza que proyecta. No importa cómo de extensa sea su carrera o la variedad de registros que haya interpretado, la sombra de la teniente Ripley planea constantemente sobre el nombre de la actriz. Es la consecuencia natural de haber protagonizado uno de los personajes más míticos de la historia del cine. Si Harrison Ford es para la eternidad la imagen de la aventura o James Dean de la rebeldía, Sigourney Weaver es la mejor personificación del mito de la amazona en la gran pantalla. Sin embargo, la imagen que guardo de ella, después de tener el privilegio de haber trabajado juntos, es muy diferente.
No es mi intención hacer de menos el peso que tiene Ripley en la filmografía de la actriz. El impacto de este personaje, al que Sigourney Weaver ha interpretado hasta en cuatro ocasiones, tuvo una significación extraordinaria no solo en su carrera sino en el cine de finales de los setenta. La teniente Ripley favoreció que un tipo de rol reservado generalmente a los hombres se abriera con naturalidad a las mujeres. El mundo le está en deuda por la normalización en la industria de protagonistas féminas guerreras, activas, independientes. Es difícil entender un personaje tan relevante del cine reciente como Imperator Furiosa, la guerrera de la carretera interpretada por Charlize Theron en Mad Max: Fury road, sin el recuerdo de Ripley. En el reciente Festival de Cine de Toronto, nuestra compañera de viaje Felicity Jones confesaba a la prensa que difícilmente podría haberse enfrentado a su personaje en Rogue One: A Star Wars Story sin la inspiración de Sigourney.
La teniente Ripley también inauguró el gusto de la intérprete por el cine fantástico, un género al que nunca le hizo ascos al contrario que otras actrices de prestigio. Sigourney Waver ha sido al fantástico lo que Meryl Streep al cine dramático más academicista. El género le ha brindado la oportunidad de encabezar franquicias como la de Alien o Avatar (de la que se han anunciado hasta cuatro nuevas secuelas) en las que ha trabajado con directores de la trascendencia de Ridley Scott, James Cameron, David Fincher o Jean-Pierre Jeunet. También la trajo a rodar a Barcelona por primera vez a las órdenes del español Rodrigo Cortés en Luces Rojas y, lo que es más sorprendente, nos ha hecho disfrutar de su vena más cómica en películas donde frecuentemente se ha permitido hacer broma de sí misma. Protagonizó la mítica Los cazafantasmas, de Ivan Reitman, la disparatada aventura espacial Galaxy Quest: Héroes fuera de órbita, de Dean Parisot, y son significativas sus pequeñas aportaciones a divertimentos como Paul, de Greg Mottola, o La cabaña en el bosque, de Drew Goddard (aún recuerdo el aplauso estruendoso al que se arrancó el cine cuando vi esta película en una sala llena a rebosar de Nueva York).
Por mucho que uno se esfuerce en separar la imagen pública de un actor de su persona, el día que conocí a Sigourney esperaba encontrarme con esa mujer fuerte y contundente de tantas películas. Y nada más lejos de la realidad. Me encontré a una persona dulce, refinada, sensible. Ni rastro de la autoritaria terrateniente de El bosque, de M. Night Shyamalan, o la agresiva ejecutiva de Armas de mujer, de Mike Nichols.
Fue precisamente durante un día de rodaje de Un monstruo viene a verme cuando falleció Nichols. Ese día mantuvimos una breve pero sentida conversación en la que ella, muy afligida, me habló del profundo amor y respeto que sentía por él. Nichols adoraba a los actores y ese aprecio se reflejaba en su mirada perdida en las pausas de rodaje. Esa vertiente más delicada y sensible de la actriz no es menos relevante que sus aportaciones al fantástico. Son sublimes trabajos en Gorilas en la niebla, de Michael Apted, El año que vivimos peligrosamente, de Peter Weir, La tormenta de hielo, de Ang Lee, o La muerte y la doncella de Roman Polanski.
La lista de directores con los que ha trabajado Sigourney Weaver es asombrosa y formar parte de ella es de esas cosas que uno no acaba de creerse. Además, su personaje en Un monstruo viene a verme es, aunque breve, rebosante en matices y dobleces, casi un compendio de toda esa gran variedad de registros que siempre he admirado. La abuela que retrata en la película resiste, pelea, se rompe y repone del peor drama al que puede enfrentarse una madre en las poco más de diez secuencias en las que aparece.
Sigourney cuidaba su interpretación hasta el más mínimo detalle. Cada gesto en la escena, cada objeto con los que interactuaba, eran de vital importancia para ella. Algo tan simple como la pintura de uñas de su personaje, que va desapareciendo a lo largo del relato, era atendido con mimo por la actriz. Ese perfeccionismo no es más que el reflejo de ese amor por lo que hace. Y ese amor, el resultado de una tremenda sensibilidad siempre tan latente en su trabajo. Y es que lo que hace de ella la mejor guerrera que ha dado la historia del cine no son su extraordinaria presencia o sus habilidades físicas, sino la sensibilidad y vulnerabilidad de la que dota a todas sus creaciones.
Por J. A. BAYONA