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Al borde de la eternidad (1959) y La gran estafa (1973) son dos thrillers pertenecientes a épocas distintas de Don Siegel que tienen un detalle en común: el clímax se alcanza en sendas espectaculares escenas en el aire, sobre territorios áridos. La de Al borde de la eternidad en lo alto de un vagón teleférico, una pelea sobre el abismo que supuso un peligro real durante el rodaje; la de La gran estafa en realidad no se despega del suelo: la avioneta que está a punto de despegar con el botín tiene que dirimir primero una lucha con un automóvil, un duelo insólito. Son dos de las secuencias más espectaculares en la carrera de Siegel.
Al borde de la eternidad tiene el curioso récord de ser la primera y última película que hizo un joven aspirante a productor, Kendrick Sweet, al que Siegel tuvo que ayudar como productor ejecutivo para que la película que se traían entre manos saliera adelante. El argumento tenía ciertos aspectos interesantes, pero también era algo endeble. Siegel sacó partido a los primeros: la ambientación en una zona minera venida a menos, zona fantasmal que comienza con una pelea al borde de un barranco y el primer muerto de una historia enigmática que el detective de policía Les Martin (Cornel Wilde) tiene que investigar. Ese espacio terroso y decadente, y el espectacular rodaje en el Gran Cañón de Arizona, cobran más importancia que la sencilla trama detectivesca y la obligada cuña romántica. Siegel reconocía que había sido una temeridad rodar con todo realismo la asombrosa secuencia del cubo suspendido en el aire.
La gran estafa es un thriller de verdadera altura, entre los mejores que rodó Siegel, a quien le gustaba jugar con los clichés generados alrededor de los actores y darles la vuelta. Si en Al borde de la eternidad cogió al habitual ‘malo’ Jack Elam y le dio un papel de ‘bueno’, en La gran estafa transformó la imagen de comediante que Walter Matthau se había labrado con En bandeja de plata (Billy Wilder, 1966) y La extraña pareja (Gene Sacks, 1968). Desde la primera secuencia, un atraco a un banco tan tenso como irónico, choca ver a Matthau convertido en un ladrón tan despiadado como patético, capaz de todo con tal de salvar su botín, a pesar de convertirse en doblemente perseguido: el dinero pertenece en realidad a la mafia y tiene que sortear a sus secuaces. Con el mismo punch logrado en Código del hampa (1964), aunque con un tono más amargo y desencantado, el de los perdedores y los fracasados, Siegel se inscribe en el mejor thriller de los 70, cambiando la presión urbana por la aridez de territorios secos y polvorientos.
Ricardo ALDARONDO