"Z365" o "Festival todo el año" es la nueva apuesta estratégica del Festival en la que confluyen la búsqueda, el acompañamiento y el desarrollo de nuevos talentos (Ikusmira Berriak, Nest); la formación y la transmisión de conocimientos de cine (Elías Querejeta Zine Eskola, Zinemaldia + Plus, Diálogos de cineastas); y la investigación, la divulgación y el pensamiento cinematográfico (el proyecto Z70, Pensamiento y debate, Investigación y publicaciones).
No sé cómo se conocieron, pero seguro que sus líneas de la mano conforman el mapa de un tesoro. ¿De qué tesoro? Del tesoro de la transgresión vista y vivida desde orillas del lago diametralmente opuestas. Lucile Hadzihalilovic y Gaspar Noé no sólo son pareja en casa: son, sobre todo, dos mentes peligrosas que trabajan en la misma longitud de onda. No es raro que en 1990 fundaran una productora, Les Cinemas de la Zone, para sacar a flote sus insólitos proyectos. No es raro, tampoco, que Lucile Hadzihalilovic figure como productora y montadora de Carne (1991) y Seul Contre Tous (1998), las películas que preceden a Irreversible (2002) en la filmografía de su marido. La brutalidad de un matriarcado que nace de un ataúd y desaparece en la edad adulta de Innocence (2004) es la otra cara de la moneda de la brutalidad de un tiempo que se toma su revancha con el mundo en Irreversible. “El tiempo lo destruye todo”, el lema que Noé hace parpadear desde los abismos de su película infernal, podría servir también para definir el estado de letargo o levitación de las niñas de Innocence, predestinadas a la expulsión del paraíso en cuanto la vida les quite las medias blancas y el lazo de color en el pelo.
Ambas son películas incómodas de ver: la una porque revela la felicidad de sus criaturas cuando ya es demasiado tarde y la otra porque convierte esa felicidad en un espectáculo que puede ser pedófilo o etéreo, o las dos cosas a la vez. Si Irreversible funciona a golpe de martillo, Innocence se expande como una sábana de seda con una serpiente dentro. El deseo de transgresión es el mismo, porque se trata de reconvertir nuestra mirada sobre la perversión ajena y propia, abrir en canal el globo ocular para confrontarlo con sus propios prejuicios. Son filmes moralistas en la medida en que proponen una nueva moral de la mirada según poéticas que evocan, respectivamente, el formalismo visceral de Kubrick y el panteísmo cósmico de Picnic en Hanging Rock (1975), de Peter Weir. Forman un programa doble que es, lo decíamos, un tesoro. Cuidado, eso sí, al abrir el cofre: muerde.
Sergi Sánchez